En este trabajo voy a resumir algunos de los aspectos que ya he tratado en mi libro Retórica para juristas (Ediciones Olejnik, Santiago-Chile, 2019), pero con el enfoque puesto en la relación entre la retórica y la teoría comunicacional del derecho (en adelante, TCD). Primero presentaré una breve síntesis de los conceptos básicos de la retórica. En segundo lugar, me centraré en el lugar que ocupa la retórica en la TCD. El tercer punto versará sobre las piezas retóricas básicas, y con mayor detenimiento, en un cuarto apartado, sobre el discurso jurídico. Y en el último punto me referiré a la relación entre argumentación, retórica y teoría comunicacional del derecho.
- La retórica: conceptos básicos.
La retórica es el arte de decir bien las cosas con ánimo de convencer, persuadir o acordar. Uno puede decir las cosas de mala manera (como sucede cuando hablamos en un idioma que no dominamos), o puede decirlas bien e incluso muy bien. El instrumento de la retórica es el lenguaje en cualquiera de sus modalidades: hablado, escrito, por signos de otra especie que no sean palabras. En todo acto de comunicación se presenta un componente retórico, ya que quien habla desea que el destinatario de su proferimiento lingüístico se convenza de lo que le dice o acuerde algo con él. En todo acto comunicacional nos encontramos con los siguientes elementos: el hablante, el destinatario, el canal de comunicación. En la retórica el hablante recibe el nombre de rétor, orador, retórico, así como otros términos (autor, profesor, etc.) dependiendo del tipo de acto comunicacional del que se trate. El destinatario es el auditorio o audiencia, y puede ser individual o colectivo; en un discurso lo normal es que sea colectivo: una pluralidad de individuos. La finalidad del retórico es convencer a su auditorio, persuadirlo o acordar con él algo. Esta tres palabras indican un descenso en la intensidad del efecto retórico: convencer implica que el auditorio transforma su pensamiento y su actitud gracias a lo que se le ha dicho y esa transformación se convierte en parte de su postura interna real; persuadir no supone tanto, ya que el persuadido se reserva aún una consideración posterior para estar convencido del todo; el acuerdo implica que entre el hablante y su interlocutor se consigue un punto intermedio en el cual ambos ceden algo de sus posturas iniciales.
El origen de la retórica como reflexión teórica sobre la actividad comunicacional se sitúa en la Magna Grecia y en la Grecia clásica. Córax y Tisias, en aquella, y los sofistas en esta última, en tenso diálogo con Sócrates y Platón: frente al relativismo epistemológico y axiológico, y a la postura del carácter meramente instrumental de la retórica al servicio de los propios intereses, se alza, en polémica modélica, la postura platónica con la defensa de una concepción ética de la retórica y en definitiva de la naturaleza superior de la filosofía moral. Aristóteles mantendrá una postura intermedia con su gran obra Retórica, caracterizada porque, aparte de presentar lo sustancial de la teoría retórica, es un verdadero tratado de psicología. Roma continuó la tradición griega y en ella la retórica alcanza cimas no igualadas, con Cicerón y Quintiliano. Cicerón, egregio político y abogado, fecundo escritor, hizo de la retórica uno de sus intereses intelectuales más atractivos, dedicándole varias obras: Ars Inveniendi, Orator, De oratore, Brutus. Durante un tiempo se le atribuyó asimismo, al parecer erróneamente, la llamada Retórica ad Herennium. El romano español Quintiliano, natural de Calahorra (Rioja), es autor de una gran obra, que conjunta la retórica con la pedagogía: Institutio Oratoria. Quintiliano dio forma definitiva a la retórica al entenderla dentro de un amplio cuadro de formación general de los jóvenes en el espíritu de las humanidades.
Posteriormente la historia de la retórica invade otros terrenos: el religioso (retórica sagrada), sobre todo con San Agustín; y el literario (vinculación de la retórica con la poética) y epistolar, así como el docente y otras actividades comunicacionales. La retórica entra en crisis en la edad moderna y sobre todo con el triunfo del positivismo en el siglo XIX. En realidad lo que hace el positivismo es reducir la retórica a una de sus posible modalidades: la retórica propia de las ciencias exactas y naturales; pero a su propio modo de expresión no le da el nombre de retórica, reservando este nombre para las manifestaciones lingüísticas no científicas y, por tanto, en su criterio carentes de fundamento sólido. La imagen de la retórica como algo meramente literario, en el mejor de los sentidos, o como algo carente de todo fundamento (sinónimo de hojarasca verbal, palabrería sin sustancia, etc.) se extiende y populariza, hasta el punto de que la palabra “retórica” llega a adquirir un sentido peyorativo y despectivo.
Con la crisis epistemológica del positivismo, unida a una serie de fenómenos culturales y políticos (generalización del sistema democrático), la retórica vuelve a resurgir a mediados del siglo XX. La obra de Perelman tiene el mérito de este resurgimiento. La titula Teoría de la argumentación. La nueva retórica. Dicho con todos los respetos: de “nueva” no tiene nada como no sea que reduce la retórica a uno de sus aspectos; la argumentación; la cual, si bien es muy relevante, no acapara todo el contenido de la retórica. En mi opinión, la retórica como disciplina se configura definitivamente en la época clásica, siendo las aportaciones posteriores, o bien matices sobre lo ya producido, o bien extensión aplicativa a otros campos de la comunicación.
Los géneros clásicos de la retórica son tres, a los cuales se añadirán con el tiempo otros: el sagrado, el epistolar, el docente, etc. Son el género deliberativo, el epidíctico o demostrativo y el forense.
El género deliberativo es el propio de las asambleas. Surge en la antigua Atenas, democracia en la que los ciudadanos se dirigían a la ecclesia para adoptar decisiones que afectaban a la polis. La deliberación define la actividad de la asamblea: los oradores exponen sus puntos de vista, los cuales se transforman en objeto de debate dialéctico, y por fin se adopta la decisión que parece más oportuna y conveniente.
El género epidíctico o demostrativo (demostrativum) es el que se ejerce en los actos de conmemoración y de alabanza de un acontecimiento o de una persona; es propio de los momentos en los que un individuo ha muerto o ha conseguido algo importante dese el punto de vista social o político. También entran en este género los discursos para vituperar a una persona. Su característica es la amplificatio: se exageran tanto las virtudes –en el caso del laudatorio- como los defectos –en el caso del vituperante.
El género forense es el propio del foro, de los abogados en los tribunales. Es el más completo de los tres, ya que en él se resumen los dos anteriores: el deliberativo, puesto que los abogados presentan sus discursos atacando o defendiendo, y asimismo resaltan las cualidades positivas (cuando defienden) o las negativas (cuando atacan) de los litigantes. Además los abogados tienen que agudizar su ingenio para tratar de convencer a los jurados y a los miembros del tribunal, y también ser capaces de polemizar eficazmente con el adversario. De este modo a los géneros clásicos se une el ejercicio de la dialéctica, mediante el cual el abogado demuestra su rapidez de reflejos intelectuales tanto como su conocimiento del derecho.
Cualquiera que sea el género, lo cierto es que la retórica consiste en actos comunicacionales que se plasman en textos. Con los actuales medios de registro todo lo que se dice es susceptible de ser puesto por escrito. Todo es textualizable. Veremos después que la TCD maneja además un concepto amplio de texto, el propio de la hermenéutica.
En todo acto de comunicación el rétor o hablante se enfrenta ante un auditorio o audiencia. Este es un concepto central de la retórica. La audiencia es la persona o conjunto de personas a las que va dirigido el acto comunicacional y, por tanto, a las que se trata de convencer o persuadir o, eventualmente, con quienes hay que llegar a un acuerdo. Hay auditorios de muy diversa especie: homogéneos y heterogéneos, pacíficos y menos pacíficos, plurales, e incluso jerárquicamente organizados (tal es el caso de los tribunales).
La retórica constituye una actividad ordinaria: todo el mundo cuando habla trata de convencer a alguien; en este sentido, todo acto de comunicación lleva su componente retórico. Cuando esa actividad se hace bien, cumpliendo las reglas de la retórica, estamos ante un arte. Y cuando la actividad y el arte retóricos se someten a la reflexión encontramos la teoría retórica o retórica como “ciencia”. Se da aquí los tres aspectos comunes a otros campos. Por ejemplo, la actividad económica, el arte de la economía (saber cómo se tienen que hacer las negociaciones para obtener ganancias), y la ciencia económica (teoría económica). Actividad, arte y teoría son tres niveles de la retórica.
La dialéctica o arte de la discusión y el debate la consideramos como parte de la retórica. Normalmente sucede al discurso y también forma parte de la negociación. Hay que distinguir no obstante dos modalidades de la dialéctica: la platónica, que tiene por objeto el descubrimiento de la verdad, y la dialéctica erística, caracterizada por ser el “arte de tener razón”, es decir, de imponerse a los demás en las discusiones. A esta última dedicó Schopenhauer un opúsculo, en el que analiza 38 estratagemas.
La idea principal que ha de presidir todo acto retórico es el decoro. Cada situación y cada auditorio condicionan los caracteres del ejercicio retórico, pero siempre dentro de una cierta elegancia en las palabras y en los gestos. Con decoro se ha de saber combinar tres aspectos decisivos que los clásicos denominaron logos, ethos y pathos.
El logos es la palabra y al mismo tiempo el razonamiento; es la palabra o discurso razonado, bien construido, elegantemente dicho. El ethos es la condición de quien pronuncia las palabras y que marca su credibilidad en el auditorio; si critica la corrupción, siendo él mismo un corrupto, nadie le creerá. El pathos es la habilidad para despertar las pasiones y los sentimientos en el auditorio: ya sea el entusiasmo, ya el amor o el odio, ya la conmiseración o la envidia. Por eso, todo buen tratado de retórica ha de comprender también el conocimiento de los hombres y de las pasiones que los mueven.
Como hemos señalado, todo acto comunicacional conlleva un componente retórico. La retórica es consustancial a la comunicación y, por tanto, al lenguaje. Esto es así porque toda comunicación tiene un ingrediente de persuasión. Si alguien me dice: “no puedo acompañarte a la librería porque tengo que ir a visitar a mi madre, que está enferma”, me está lanzando un mensaje en el que, además de decirme que no viene conmigo a la librería, me está persuadiendo de la razón por la que no me acompaña. Yo, naturalmente, asiento a esta razón, porque la comprendo y me convence.
El lenguaje de los juristas o lenguaje jurídico es esencialmente retórico, ya que su función comunicacional va siempre acompañada de una intención de convencer, persuadir o acordar; las cuales, como sabemos, son las tres finalidades de la retórica. Cuando un jurista pronuncia un discurso sobre un asunto jurídico (una lección en la universidad, una propuesta en un parlamento, una defensa en un juicio) siempre tiene la intención de convencer o persuadir a alguien: a los alumnos, a los diputados, a los jueces. Por este motivo, el análisis del lenguaje jurídico constituye un campo de pruebas idóneo para la comunicación y la retórica. Es ésta una reclamación que hace la TCD para la disciplina académica denominada “teoría del derecho”. La sede natural del estudio de la comunicación jurídica o propia de los juristas, así como de la retórica jurídica es la “teoría del derecho”. Así lo muestra el tratamiento que de estas cuestiones hace la teoría comunicacional del derecho. Con esto, pasamos al segundo punto.
- El lugar de la retórica en la teoría comunicacional del derecho.
La “teoría del derecho” es la designación usual de una disciplina académica y científica cuyo cometido es la investigación del derecho en general, sin referencia explícita a un ámbito jurídico concreto y por ello aplicable a todos los ámbitos jurídicos posibles. Como disciplina que es, quienes la cultivan se ven obligados a determinar su objeto y su método; o sea, la perspectiva desde la cual contempla el fenómeno jurídico. Se producen así una pluralidad de perspectivas o puntos de vista desde los cuales abordar la mencionada investigación. Cada autor elige la perspectiva que más le convence y aporta las razones por las cuales ha elegido una y ha desechado las demás.
Pues bien, la teoría comunicacional del derecho se denomina así en razón de la perspectiva elegida para estudiar el derecho: la comunicación humana. Su objeto de estudio es el derecho entendido como un conjunto de procesos comunicacionales, y su método consiste en la conjunción de las dos ramas filosóficas que hacen del lenguaje su centro de interés: la filosofía hermenéutica y la filosofía analítica. Aunque ambas responden a dos tradiciones distintas del pensamiento filosófico, tienen en común que hacen del lenguaje el objeto de su reflexión.
La perspectiva de la TCD es la comunicación. ¿Qué significa esta afirmación? Para entenderla cabalmente lo mejor es acudir a algunos ejemplos.
Entramos en una cafetería y coincidimos casualmente con dos conocidos que conversan sentados en una mesa. Nos invitan a que participemos en el encuentro y comprobamos que están a punto de celebrar entre ambos un contrato de alquiler del apartamento de uno de ellos para el periodo de vacaciones de verano. ¿A qué asistimos? A una conversación tranquila sobre las condiciones del contrato, sobre todo el tiempo de duración, la cuantía del alquiler y el modo de pago. Tras un breve regateo llegan al acuerdo, cumplimentan un documento privado de alquiler de vivienda y lo firman. Hemos asistido a un negocio jurídico que podemos caracterizar como un proceso comunicacional, compuesto por un conjunto de actos de lenguaje (propuestas y contrapropuestas; acuerdos parciales hasta llegar al acuerdo sobre el conjunto del contrato). El acuerdo, por fin, se plasma en un texto: el documento privado. En suma: actos comunicacionales (actos lingüísticos) que en su conjunto forman un proceso comunicacional, y texto final.
Otro día entramos en un parlamento y asistimos a la aprobación de una ley. El fenómeno es parecido en algunos aspectos al de la celebración del contrato, y diferente en otros aspectos. La discusión es más acalorada, se debate sobre un proyecto de ley ya elaborado, artículo por artículo, enmienda tras enmienda, y al final se aprueba por una votación el texto de la ley. Tenemos así un debate, que puede durar bastante, y una decisión que se concreta en el texto legal. En definitiva, un proceso comunicacional, compuesto por actos comunicacionales, y un texto final.
En los dos supuestos que nos han servido como ejemplos (celebración de un contrato de alquiler entre particulares y votación y aprobación de una ley en el parlamento) son manifiestos los actos comunicacionales, y asimismo que dichos actos conforman en su conjunto sus respectivos procesos de comunicación, y que concluyen en un texto jurídico.
Vayamos ahora a un ejemplo aparentemente alejado de los dos anteriores, pero que, como veremos enseguida, no lo está tanto: la comisión de un delito. Cayo mata a Sempronio; dispara sobre su cuerpo alcanzándole letalmente. En una primera consideración del fenómeno puede decirse que estamos ante un acto meramente físico: alguien actúa sobre un arma, dispara tres balas que penetran en el cuerpo de otra persona y como consecuencia ésta muere enseguida. Ésta sería la interpretación “meramente naturalista” del fenómeno. Pero además del “movimiento”, esto es, del fenómeno causalista, nos preguntamos sobre el sentido de dicho fenómeno en la sociedad, y contestamos: Cayo ha cometido homicidio. En términos comunicacionales, Cayo ha emitido un mensaje a la sociedad, según el cual él se salta las normas morales y jurídicas que prohíben el homicidio. Ese mensaje, expresado en la acción homicida, es respondido por la sociedad: se le detiene a Cayo, se le juzga y se le condena. Todo un conjunto de actos dotados de significación jurídica; esto es, un proceso comunicacional complejo, compuesto por “actos físicos” (matar, detener, llevar al acusado ante el tribunal, reunirse el jurado, etc.) y actos meramente lingüísticos (acusar en el proceso, defender al acusado, debatir por los miembros del jurado, declarar su culpabilidad, sentenciar por el tribunal). Todo concluye en un texto: el texto de la sentencia, en el cual se relatan los hecho y se condena al acusado. Ahora bien, los que he denominado “actos físicos” no son meramente físicos, sino que son significados jurídicos que se adscriben a determinados movimientos (concepción comunicacional de la acción: para comprender cabalmente este punto remito al lector al primer volumen de mi Teoría del Derecho. Fundamentos de Teoría comunicacional del Derecho, capítulo 9).
La sociedad, al hacer cumplir la pena a Cayo, está también lanzando un mensaje, tanto a éste como al conjunto de las personas (significación comunicacional de la pena). Está “diciendo” a Cayo: “mira lo que te pasa por no respetar las normas del derecho, no lo vuelvas a hacer” (prevención especial, rehabilitación); y al conjunto de los individuos: “mirad lo que le pasa a Cayo por no respetar el derecho, no hagáis lo mismo” (prevención general).
Podríamos multiplicar los ejemplos y, llevados por este mismo criterio de traducirlos en términos comunicacionales, concluir que todo lo que sucede en un ámbito jurídico es analizable en su significado comunicacional; en definitiva, la perspectiva de la comunicación nos procura un camino adecuado para entender la complejidad del fenómeno jurídico. Esta perspectiva nos permite entender todos los procesos comunicacionales –tanto los que aparecen prima facie escritos como los que no aparecen de esta forma: sujetos, actos, omisiones, situaciones, relaciones, sanciones, etc., pero que son susceptibles de ponerse por escrito precisamente porque son sentidos o significados jurídicos expresables en lenguaje.
En un ámbito jurídico (AMB) los primeros procesos comunicacionales son los que generan el ordenamiento jurídico (ORD): el constituyente, el legislativo, el reglamentario, el judicial, etc. Por medio de decisiones las autoridades generan el texto ordinamental, compuesto por textos parciales. Una segunda fase en el derecho de las sociedades avanzadas es la generación del sistema propio de la dogmática jurídica, a través de las propuestas de los autores: se da paso así a una pluralidad de sistemas didáctico-expositivos, cuya función es ordenar el material textual ordinamental y sistematizarlo haciendo propuestas interpretativas y propuestas normativas; de las cuales algunas triunfarán al ser incorporadas a los textos de las sentencias judiciales (en especial de los tribunales jerárquicamente superiores). El conjunto de propuestas textuales ratificadas por la jurisprudencia de los tribunales forma el sistema jurídico propiamente dicho (SIS).
La dualidad ordenamiento / sistema jurídico (ORD / SIS) constituye el eje hermenéutico básico desde el cual se contempla y se dota de significado jurídico a todos los elementos que conforman el ámbito jurídico (AMB): sujetos, actos, omisiones, situaciones, relaciones, sanciones, derechos, deberes, etc.
Tanto el ordenamiento como el sistema (en su doble versión: didáctico-expositivo como sistema jurídico) como los elementos restantes del ámbito jurídico se expresan en lenguaje o son expresables en lenguaje: son textos o son textualizables. Como textos que son, resultados de actos comunicacionales, van acompañados siempre de un componente retórico. Por tanto, la retórica está omnipresente en la teoría comunicacional del derecho.
Ahora bien, para ordenar la materia propia de la TCD, se propone el modelo semiótico aplicable a todos los procesos lingüísticos de comunicación: el modelo tripartito de pragmática, semántica y sintaxis. En la TCD a la pragmática la denominamos “teoría de las decisiones jurídicas”; a la semántica, “teoría de la dogmática jurídica”; y a la sintaxis, “teoría formal del derecho”. A esta división responde la obra Teoría del Derecho. Fundamentos de Teoría comunicacional del Derecho; si bien, por razones pedagógicas se comienza en ella por la teoría formal (vol. 1º), se sigue con la teoría de la dogmática (vol. 2º) y se concluye con la teoría de las decisiones jurídicas (vol. 3º, actualmente en elaboración).
La pregunta entonces es la siguiente: ¿cuál es el lugar de la TCD que se presenta como más adecuado para el tratamiento directo de la retórica jurídica? Dejando claro que la retórica se aplica a todos los niveles (pragmática, semántica y sintaxis), el lugar más conveniente para el tratamiento explícito de la retórica en el seno de la TCD es, en mi opinión, la teoría de las decisiones jurídicas.
Es con ocasión de las decisiones del más diverso género (véase mi trabajo “Teoría comunicacional de las decisiones jurídicas”, 2018) cuando se plantea por necesidad y con verdadera agudeza todas las cuestiones propias de la retórica jurídica. Con motivo de las decisiones se generan los discursos y los debates: en el proceso constituyente, en el legislativo, en el administrativo, en el judicial; asimismo con sus respectivas negociaciones. Igualmente en las decisiones posteriores: dogmáticas, sistémicas, ordinarias de la práctica jurídica cotidiana de los abogados, de los notarios, de los asesores de empresas, etc. Toda decisión exige una fundamentación razonada y una propuesta para ser aceptada por sus destinatarios. En suma, a mi parecer, el lugar natural en el marco de la TCD para el tratamiento de los problemas que suscita una retórica jurídica es la teoría de las decisiones jurídicas.
Sin embargo, lo conseguido en la teoría de las decisiones en materia de retórica jurídica es aplicable, mutatis mutandis, a los otros dos niveles de análisis hermenéutico: la teoría de la dogmática y la teoría formal del derecho, ya que en ambos niveles hay que presentar propuestas y dar razones para convencer.
- Las piezas retóricas básicas y su presencia en el derecho.
Denomino “pieza retórica” a una unidad comunicacional, esto es, a un proceso de actos comunicacionales (proceso que puede estar constituido por un solo acto o por varios encadenados entre sí) que es comprensible como un conjunto unitario de significado.
Son muchas y variadas las piezas retóricas: el discurso, el debate, la negociación, la conversación, la lección, la mediación, etc. Me conformaré ahora con referirme a los tres primeros: el discurso, el debate y la negociación; los tres con enorme presencia en la práctica jurídica, en la vida del derecho.
El discurso es un proceso comunicacional compuesto por un conjunto de actos lingüísticos (saludos, advertencias, solicitudes, ruegos, narraciones, fundamentaciones, conclusiones, etc.), pronunciado por un sujeto hablante ante una audiencia (fundamentalmente) atenta (u oyente, escuchante), dirigido a convencer o persuadir a los miembros que componen dicha audiencia.
La actividad jurídica está repleta de discursos. Los tribunos en el proceso constituyente, los diputados en sus parlamentos, los funcionarios en sus asambleas o reuniones, los abogados ante los jurados y los tribunales. Un buen discurso jurídico es la mejor “tarjeta de presentación” para un jurista.
La retórica comenzó su existencia como disciplina apta para ser enseñada precisamente con la finalidad de pronunciar discursos tanto ante tribunales como ante asambleas políticas. Córax y Tisias enseñaron a los legítimos terratenientes en la Magna Grecia a defender sus derechos ante tribunales de cientos de jurados. Los sofistas fueron maestros de retórica para enseñar a los jóvenes a brillar con sus discursos en la asamblea de los ciudadanos atenientes. En nuestro tiempo, sin embargo, apenas existen buenos oradores, por influjo de la mentalidad propia del positivismo científico se considera la retórica como un adorno, un arte menor. Aunque hay síntomas de retornar a su verdadero ser. La dificultad para ello, sin embargo, es enorme, pues los planes de estudio en la escuela, para niños y jóvenes, han abandonado una alta exigencia para las humanidades. Algo que los clásicos nos enseñan es que es poco menos que imposible que se den grandes retóricos allí donde no se valora la formación humanista.
La segunda pieza básica de la retórica jurídica es el debate, la discusión, el diálogo. Platón planteó la dialéctica como algo opuesto a la retórica: su preocupación era desvirtuar el menaje y la labor de los sofistas. Ya había aprendido con Sócrates el arte de preguntar y repreguntar, esto es, la mayéutica, con la intención de acercarse a la verdad a cada nueva cuestión planteada, teniendo, no obstante, la certeza de nunca alcanzarla. Platón da un paso adelante con su teoría de las ideas, e inaugura el idealismo filosófico, que en adelante será un componente esencial constante de la evolución del pensamiento occidental. El aristocrático filósofo contrapone la dialéctica a la retórica: el arte de discutir en pos de la verdad con el arte del bien decir para persuadir. Su simpatía está con la primera, y su antipatía con la segunda. A la retórica la pone en la picota por su carácter de instrumento al servicio de cualquier tesis que se mantenga, como producto del relativismo extremo de los sofistas. Pero precisamente porque la retórica es un instrumento, lo mismo puede estar al servicio de la búsqueda de la verdad que de la simple persuasión. Y lo mismo puede verse en relación con la dialéctica: se puede discutir con la intención de acercarse a la verdad, y entonces estamos ante la dialéctica en sentido propio, o bien para persuadir, y esto sería la erística.
No me parece que haya que considerar a la dialéctica como algo contrapuesto a la retórica, sino que tiendo a verlas como complementarias. En el derecho esta implicación recíproca se percibe tanto en la actividad política como en la forense. Los parlamentarios lanzan sus discursos y debaten: presentan sus propuestas más o menos bien razonadas, y las defienden frente a sus oponentes. Hay que reconocer, sin embargo, que el Parlamento español de nuestros días no es precisamente una escuela de retórica y de oratoria, más bien da algo de grima oír a esos/as señores/as. Ante los jueces y jurados, los abogados y fiscales no se limitan a presentar sus alegaciones en forma de discursos más o menos preparados, sino que además se suelen enzarzar en un debate para defender sus respectivas posiciones. La dialéctica es una actividad jurídica cotidiana también en otros momentos de la vida del derecho: en el seno de las administraciones públicas, de los consejos de administración de las empresas, en los órganos de dirección de los entes universitarios. La dialéctica jurídica también está presente en los libros de texto y en las monografías jurídicas, uno de cuyos caracteres más normales es que el autor entre en debate con otras posiciones doctrinales.
La tercera pieza básica de la retórica jurídica es la negociación. Se negocia cuando las dos partes enfrentadas intentan llegar a un acuerdo desde sus respectivas posiciones, cediendo ambas algo de estas últimas. Por eso, la negociación exige que las dos partes estén dispuestas a ceder en algo. Ésta es una condición necesaria de toda negociación. Si una parte o las dos no están dispuestas a ceder, entonces la negociación no existirá, el diálogo fracasará. Para que la negociación sea posible cada parte ha de saber qué es lo esencial de su postura, es decir, aquello que considera irrenunciable, y qué es lo accesorio o secundario, esto es, aquello de lo que puede prescindir. En la vida jurídica se negocia constantemente, lo mismo para llegar a acuerdos que permitan adoptar decisiones relativas a la política y al derecho público, que en el marco del derecho privado, en el mundo de los negocios. La finalidad de la negociación es el acuerdo, un texto que suelen suscribir las partes.
- El discurso jurídico: preparación y ejecución.
Cuatro son los requisitos previos para un buen discurso jurídico:
1º. Saber derecho. La retórica no es simplemente elocuencia: además de saber hablar bien es necesario saber de lo que se habla. Mucho menos es hojarasca o mera palabrería: cuando un jurista incurre en ella, está definitivamente perdido. Para ser un buen comunicador en el derecho se precisa su conocimiento, cuanto más profundo mejor, y eso significa el estudio permanente de las cuestiones que hay que tratar, así como la predisposición por estar al día en las materias propias de la especialidad o especialidades objeto de su profesión.
2º. Conocer los modos predominantes del razonamiento jurídico en el ámbito jurídico (AMB) en el que se trabaje. Pues cada ámbito jurídico se caracteriza no sólo por la dualidad ordenamiento / sistema (ORD / SIS), sino asimismo por algo que suele estar implícito en ambos: los modos dominantes de argumentar. El estilo de los razonamientos jurídicos varía de un ámbito a otro, y también cambia con los tiempos; existen asimismo modas que imponen un estilo u otro. Por ejemplo, cometerá un error de estrategia argumentativa el abogado que razone de acuerdo con las pautas típicas del legalismo en un medio que esté presidido por las tesis del neo-constitucionalismo. Incluso aun cuando no le convenzan estas últimas, será inteligente presentar sus propuestas y argumentos en clave neo-constitucionalista; con un poco de esfuerzo no le será muy difícil hacer este “giro”, muy apropiado para convencer a un tribunal que simpatiza con esa “moda”.
3º. Versatilidad. Lo que implica ser capaz de articular distintas estrategias y por tanto diverso modos de argumentar e interpretar, dependiendo del contexto de la situación enfrentada. Ser versátil no significa en absoluto carecer de ideas o convicciones, sino saber adaptarlas a las circunstancias contingentes de cada caso. El derecho mismo es versátil, posee una “naturaleza flexible”; si no fuera así no sería posible el debate y sobrarían los litigios e incluso el derecho procesal. Para alcanzar esta versatilidad no hay otro camino que la formación jurídica y, además, la formación humanista.
No se puede ser un gran jurista si se es un soberano ignorante de la historia, de la literatura, del arte; así como de las ciencias sociales en general. El jurista ha de tender a ser una persona culta, inquieta e interrogante por el mundo que le rodea, por el pasado y por el porvenir.
4º. En el caso del juez, todo será inútil si no tiene voluntad de hacer justicia. Para ser un buen juez, además de las condiciones anteriores, necesarias pero no suficientes por sí mismas, es necesario poseer una voluntad ética, esto es, querer hacer justicia, naturalmente dentro de lo que permita el sistema jurídico. Para ser más exactos habría que afirmar que el juez debe perseguir implantar con sus decisiones el “derecho correcto”, el “derecho ajustado” al ordenamiento vigente, más que un derecho abstractamente justo, ideal pero irreal.
Cumplidos estos requisitos previos, el jurista estará en la disposición adecuada para la preparación de su discurso, que los autores clásicos ya resumieron en cinco fases: inventio, dispositio, elocutio, memoria y actio.
1ª fase. Inventio. Invención, descubrimiento. Esta primera fase consiste en tomar nota, según se nos vaya ocurriendo, de los hechos a los que nos vamos a referir en el discurso y de los argumentos y razonamientos que vamos a esgrimir, así como lógicamente de la tesis que vamos a mantener. Este último punto es esencial: hay que tener presente en todo momento cuál es la finalidad del discurso, o sea, qué tesis o postura es la que nos proponemos defender. En cualquiera de las modalidades típicas de la actividad jurídica (deliberación, forense, negociación) el jurista se propone defender una posición. Esta posición ha de guiar todo, comenzando por esta primera fase de invención. Para construirla ayudará mucho la tópica, esto es, el conjunto de argumentos usuales (tópicos) y que son relevantes en la opinión común para el asunto del que se trate.
2ª fase. Dispositio. Disposición, orden, organización. Una vez que tenemos en una o varias hojas el conjunto de hechos, tópicos y otros argumentos que se nos hayan ocurrido, entramos en la segunda fase, consistente en poner orden en ese entramado de puntos. El orden en que hemos de poner todos estos puntos es el propio de la ejecución del discurso, a la cual nos referimos enseguida. No tendría sentido que dispusiéramos una disposición de los distintos elementos que se nos han ocurrido en la inventio que fuera diferente de la que vamos a seguir a la hora de la ejecución del discurso. Este orden, que explicaremos enseguida, es el siguiente: preámbulo, narración de los hechos, tesis que se defiende, argumentación en favor de dicha tesis, refutación de los argumentos contrarios, y conclusión del discurso.
3ª fase. Elocutio. Elocución, verbalización, expresión vocal. También, estilo. En esta fase, una vez colocados los puntos del discurso en el orden adecuado, el orador elegirá las palabras y los modos de expresión idóneos para llegar al auditorio con probabilidades de convencerle. Tener presente las características de la audiencia es muy importante a la hora de elegir el lenguaje en que vamos a expresarnos. Si, por ejemplo, un abogado especialista en propiedad industrial se dirige a un auditorio compuesto por empresarios no será conveniente que emplee un lenguaje excesivamente técnico, sino que debe intentar lograr una expresión media, entre lo técnico y lo vulgarizador.
4ª fase. Memoria. Una vez cumplidas las tres fases anteriores, queda hacer el esfuerzo memorístico para poder recordar en el acto del discurso los puntos en que éste se divide así como el lenguaje elegido. Un buen orador no lee el discurso, todo lo más se apoya en un esquema sencillo. Lo ideal es que ni siquiera necesite el esquema. Para conseguir esto último no queda otro remedio que memorizar los contenidos. Cada persona utilizará la técnica que mejor le vaya, bien sea una técnica topográfica (en cada habitación de una casa coloco un punto del discurso según voy recorriéndola), una técnica lógica (parto de una idea general y voy deduciendo ideas más particulares; o al revés, parto de varios casos, y llego a establecer conclusiones generales), o cualquier otra. Para fortalecer la memoria, nada mejor que el ejercicio frecuente. Al igual que los músculos del cuerpo se fortalecen con los ejercicios físicos, el músculo memorístico se consolida con los ejercicios de memoria.
5ª fase. Actio, pronuntiatio. Acción, pronunciación, realización. En esta fase de la preparación del discurso el jurista tiene que ensayarlo, bien sea ante personas (por ejemplo, de su propia familia o amigos), bien sea ante nadie (en cuyo caso se imaginará que se encuentra ante un auditorio). Para los jóvenes juristas este es un ejercicio muy conveniente, ya que no tienen la experiencia de la práctica. Ensayar el discurso es una manera inteligente de llevarlo en la cabeza. Cuando se ensaya el discurso se debe pedir a los oyentes que se fijen sobre todo en dos cosas: en lo que decimos, para comprobar que es inteligible, y en los gestos, para corregir los inadecuados.
Pasamos así a la hora de la verdad: la ejecución del discurso ante una audiencia real. Una medida previa conveniente consiste en que el rétor se entere bien de los caracteres del auditorio, del lugar donde hablará (lo mejor es conocerlo en una breve visita al sitio), si hay micrófono y si funciona, si hay mesa o atril o nada, etc. El conocimiento previo de la circunstancia del discurso le prepara mentalmente al orador y le permite adaptarse de antemano.
La ejecución del discurso jurídico se despliega en seis fases:
1ª fase. Preámbulo, exordio. Con ella da comienzo el discurso. Su finalidad es conectar con el auditorio, crear vínculos entre el hablante y las personas que se disponen a escucharle. Asimismo, se suele usar para llamar la atención sobre la relevancia de lo que se va a tratar. Lo importante del preámbulo es que sea breve. Cuando se hace prolongado y el rétor, por ejemplo, comienza a dar demasiadas explicaciones de por qué ha elegido el asunto del discurso, o bien a disculparse por no haber tenido mucho tiempo para prepararlo, o –peor aún- a auto-alabarse, entonces lo que suele conseguir es acabar con la paciencia del auditorio. Si el jurista habla ante un conjunto de compañeros de profesión hará muy bien en referirse a algún aspecto que les una y que permita que simpaticen con él. Si habla ante un tribunal el exordio debe ser brevísimo, lo estricamente necesario para saludar respetuosamente a sus miembros.
2ª fase. Narratio. Narración, exposición de los hechos. Por lo general, la alocución contempla una determinada situación, la cual se manifiesta en algo que ha pasado y algo que pasa en la actualidad. La construcción de los hechos por parte de un abogado defensor es fundamental para poder después fundamentarlos mediante las pruebas. Tiene que haber coherencia entre lo que dice que ha sucedido y los elementos probatorios que después presente.
3ª fase. Tesis. Después de examinar los hechos el orador presenta claramente su postura: defiendo esto o aquello; mi posición claramente es ésta; mi defendido es inocente de todas las acusaciones; el acusado hizo esto o aquello, cometió delito.
4ª fase. Pruebas sobre los hechos y argumentaciones sobre la aplicación de los textos jurídicos al caso. Si nos referimos al discurso ante un tribunal esta fase es decisiva (menos en el discurso jurídico ante una asamblea, ya que en este marco el elemento probatorio y argumentativo se difumina más). Aunque se diga “prueba de los hechos”, en realidad lo que hay que probar es el conjunto de afirmaciones y negaciones que se profieren sobre los hechos. Toda prueba es descomponible en dos actos comunicacionales: uno hipotético y otro verificador. Se parte de una hipótesis en forma de afirmación o de negación: “afirmo que pasó esto tal día a tal hora”, o “niego que pasara esto tal día a tal hora”. La hipótesis se prueba mediante otro acto comunicacional que garantiza la veracidad de lo afirmado o negado: “se prueba esto que digo porque aquí tienen ustedes el documento donde se expresa exactamente lo mismo”; o bien: “la prueba de lo que niego es que en el documento se dice otra cosa”.
Las legislaciones establecen los tipos de pruebas más habituales, aunque es frecuente que se permita un numerus apertus de las mismas. Son pruebas típicas: el documento público, el documento privado, las declaraciones de testigos, la prueba de peritos, la inspección personal del juez. También suele citarse a las presunciones, aunque se puede dudar de que constituyan verdaderas pruebas.
Las pruebas forman parte de la argumentación de conjunto que presenta el orador en su discurso. En este se presentan las pruebas como razones o argumentos que avalan la tesis que se mantiene respecto de los hechos, y a la vez también se invocan los argumentos que acompañan a la labor de interpretación de los textos jurídicos aplicables al caso. Como veremos enseguida se produce un fenómeno de construcción interpretativa (de hechos y de textos aplicables) para cuya comprensión es idóneo el método hermenéutico-analítico propuesto por la TCD.
5ª fase. La confutatio o refutatio. Confutación o refutación de las pruebas y argumentos de la parte contraria. Cuando se argumenta desde la tribuna parlamentaria, y se hace de verdad (no como lo que estamos acostumbrados a ver en estos tiempos), o ante los jueces en un proceso, no es suficiente con presentar las pruebas y argumentos que parecen avalar la tesis defendida. Es preciso, además, desmontar las pruebas y los argumentos contrarios. Esta situación comunicacional de tipo dialéctico es especialmente relevante en los juicios, precisamente porque el proceso judicial cosiste en su esencia en un diálogo contradictorio. Todo ataque tiene su defensa, y toda defensa tiene su ataque. En este juego dialéctico se desenvuelve el proceso judicial, exigiendo del juez la imparcialidad para quedarse convencido por las pruebas y argumentos que presenten mayor y mejor sentido de racionalidad.
6ª fase. Peroratio, conclusio. Peroración, conclusión. Consiste en una síntesis breve y clara de todo lo anterior, dejando bien claro el petitum, lo que se pide a los jueces.
- Argumentación y teoría comunicacional del derecho.
Como puede apreciarse por lo expuesto hasta aquí, la argumentación constituye una parte sustancial, junto a otras partes, de la retórica y, por tanto, de la comunicación. Especialmente en el derecho, donde los actos comunicacionales van dirigidos a convencer, persuadir o acordar. El lenguaje jurídico está siempre cargado de retórica, en el sentido de intencionalidad de convencer a una audiencia. No se conoce un discurso jurídico (sea decisional, sea doctrinal, sea coadyuvante a la decisión) que no se proponga convencer a alguien. Por esta razón la teoría de la argumentación jurídica es una parte de la retórica jurídica, la cual, como ya he señalado, tiene su sede en la TCD dentro de la teoría de las decisiones jurídicas.
Tenemos así el siguiente esquema disciplinar. La teoría comunicacional del derecho comprende tres partes: teoría formal del derecho, teoría de la dogmática jurídica, y teoría de las decisiones jurídicas. La retórica jurídica cumple su función en las tres, pero predominantemente en esta última, la teoría de las decisiones jurídicas. Por tanto, es también en ella donde se ha de desarrollar naturalmente una teoría de la argumentación jurídica. No tiene sentido desvincular la argumentación de la retórica, ni ésta de la teoría de las decisiones.
La argumentación jurídica, como parte de la TCD (y más en concreto de la teoría de las decisiones jurídicas), se ocupa de la argumentación en el derecho: de las pruebas, de los argumentos, de los contra-argumentos y de las falacias (o sofismas). En un sentido general todos estos conceptos se comprenden bajo el término “argumentación jurídica”. Pero conviene matizarlos para comprender la riqueza que implica una teoría de la argumentación.
Cuando la argumentación se refiere a los hechos, a los argumentos esgrimidos los llamamos “pruebas”. La prueba tiene distinto carácter en el proceso civil y en el proceso penal. En el civil con la prueba se trata de comprobar o verificar que lo que alega la parte procesal es verdad; por ejemplo, el acreedor presenta un documento privado de reconocimiento de deuda firmado por el deudor; queda así acreditado, salvo prueba en contrario, que la alegación del acreedor, a tenor de la cual éste declara que el deudor le debe pagar la deuda, es verdad. En el proceso penal de lo que se trata es de averiguar la verdad material, para lo cual hay que indagarla, hay que investigarla. No basta en dicho proceso con las alegaciones de las partes, el juez tiene que esforzarse lo más posible para acercarse a la verdad, ordenando todo género de pesquisas a la policía y a los peritos. Mientras que en el proceso civil prima el principio dispositivo (salvo en los pleitos sobre el estado jurídico de las personas), en el proceso penal predomina el principio inquisitivo. Así, pues, la teoría de las pruebas forma parte esencial de la teoría de la argumentación jurídica.
En segundo lugar, la argumentación se vierte también sobre los argumentos, entendiendo esta palabra en un sentido más estricto, esto es, sobre los proferimientos lingüísticos (actos comunicacionales) que se vierten tanto en torno a los hechos y a las pruebas como sobre los textos jurídicos aplicables así como sobre la manera en que hay que interpretar dichos textos. Así, un argumento vertido en torno a los hechos puede ser el que un abogado defensor invoque el género de vida del acusado, sumido en la pobreza y la ignorancia y sometido a mil humillaciones, para de este modo conseguir rebajar la pena imponible. Este argumento no es propiamente una prueba, sino una consideración amplia sobre el modo en que un género de vida determinado puede influir en las conductas delictivas. No es una prueba pero se refiere genéricamente a los “hechos”, sintetizados aquí en el “género de vida”.
Los contra-argumentos son aquellos argumentos que una de las partes del proceso invoca para desmontar o al menos desvirtuar los argumentos esgrimidos por la parte contraria. Si se refieren a los hechos se denominan pruebas en contra (o pruebas contrarias) de lo alegado por la otra parte procesal.
También ocupa un lugar muy destacado en la teoría de la argumentación jurídica el tratamiento de las falacias o sofismas, que son “argumentos con trampa”, “pseudo-argumentos”. Las falacias se presentan como verdaderos argumentos pero en realidad son falsos argumentos. Pueden ser conscientes o inconscientes, esto es, dirigidas a ganar en el debate jurídico, por encima de cualquier verdad, o bien sin intención alguna, como resultado típico del modo de razonar predominante. En cualquier caso, el análisis retórico permite al jurista plantearse constantemente si los actos comunicacionales con los que se enfrenta e incluso que él mismo usa suponen o no alguna trampa interna.
Al conjunto de pruebas, argumentos, contra-argumentos y falacias que se profieran en un discurso por parte de orador lo podemos denominar argumentación. Ésta es el conjunto argumentativo global del discurso. La argumentación jurídica engloba también esos aspectos o elementos siempre que se den dentro de un ámbito jurídico (AMB): pruebas jurídicas, argumentos jurídicos, contra-argumentos jurídicos, falacias o sofismas jurídicos, forman parte sustancial de todo discurso jurídico, sea oral o escrito.
La argumentación constituye una modalidad del razonamiento. El ser humano posee la potencia de la razón, que usa para orientar su vida y también en cada acto y omisión. El uso de la razón produce el razonamiento. Ahora bien hay razonamientos de diversa especie, básicamente de dos: apodícticos y argumentativos.
Los razonamientos apodícticos son el producto de la razón en su función teórica. Son los razonamientos de las ciencias exactas y deductivas, de la matemática y de la lógica. Generan exactitud en la demostración y en el resultado de las operaciones realizadas, por lo cual producen en el espíritu humano una sensación de seguridad. Quien opera con las matemáticas se siente más seguro que quien lo hace con la moral o con el derecho.
En el lado contrario están los razonamientos argumentativos, los argumentos. Son los propios de la razón práctica y de las disciplinas que tienen por objeto la reflexión sobre lo bueno y lo malo, lo útil y lo inútil, lo bello y lo feo, lo justo y lo injusto, esto es, sobre los valores y los juicios de valor. La moral y el derecho son paradigmáticamente los campos típicos de la razón práctica y de los razonamientos argumentativos. A diferencia de los apodícticos, no son razonamientos exactos, ni siquiera probables (categoría que se usa impropiamente para referirse a ellos, ya que la probabilidad es una categoría matemática). Los argumentos son “valorables” en términos de su “razonabilidad” en un contexto social o jurídico determinado, pero de ellos no se puede predicar ni la exactitud ni la seguridad del resultado, sino muy al contrario: son razonamientos vulnerables y cuyo éxito depende no de sí mismos sino de la aceptación que tienen en el auditorio; en el caso del derecho, en el parlamento o entre los miembros de un jurado o de un tribunal. Son los razonamientos propios de la argumentación jurídica.
Se plantea con frecuencia la cuestión de si la lógica es aplicable al derecho. Hasta ahora se han hecho frecuentes ensayos e incluso se ha pretendido inventar un género peculiar de lógica adaptada a las peculiaridades del derecho. Sin embargo, si entendemos por lógica la lógica formal, esto es, la lógica en sentido estricto, la lógica aristotélica, entonces hay que convenir que no es posible su aplicación al derecho, o sea, a la argumentación jurídica. Sí es posible, y de hecho se dan en la vida jurídica ordinaria numerosos ejemplos de ello, usar razonamientos lógicos, y asimismo matemáticos, dentro de una argumentación jurídica. Ahora bien, la argumentación jurídica en sí misma considerada, por mucho que dentro de ella quepan razonamientos lógicos y matemáticos, termina en una decisión, y esto hace imposible la aplicación de la lógica. Naturalmente hay que exceptuar aquellos supuestos en los cuales se aplican las máquinas, como cuando pagamos el aparcamiento de acuerdo con lo que me señala el aparato donde hay que introducir la tarjeta y el dinero. Pero esto no significa que haya que suprimir la investigación sobre una posible aplicación de la lógica al derecho o sobre cómo inventar una lógica que, siéndolo realmente, sea aplicable a los problemas jurídicos.
Otra cuestión candente es la que plantea la tesis de que la argumentación jurídica es una modalidad de la argumentación moral. Esta tesis se suele encubrir bajo otra formulación: la que afirma que la argumentación jurídica es un tipo de argumentación práctica. Para mí es evidente que estas dos tesis son diferentes y que algunos autores proponiendo una de ellas (argumentación práctica) en realidad están sosteniendo la otra (defensa de que la argumentación jurídica es una especie de la argumentación moral).
Que la argumentación jurídica constituye una modalidad de argumentación práctica es algo indiscutible, pues, como ya hemos señalado, en la vida del derecho prima la razón práctica. Esto es aplicable lo mismo al derecho, que a la moral, a la política, o a la economía; a todos los aspectos de la vida humana en los cuales el concepto central es el decisión (concepto éste que se conecta directamente con el de acción, y omisión, ya que toda acción u omisión conscientes conllevan una decisión).
Despojada de su carácter encubridor, la tesis según la cual la argumentación jurídica es una modalidad de argumentación moral es una idea típicamente iusnaturalista que, por supuesto, es legítimo defender de manera abierta, pero no bajo el subterfugio de esconderla bajo otros términos como el conocido “no-positivismo”.
En la argumentación jurídica caben todo tipo de razones. Por supuesto, las razones que pueden calificarse de “morales”, pero también las que se pueden denominar de otra manera: razones económicas, de utilidad, políticas, sociales, educativas, sanitarias, humanitarias, pacificadoras, etc. Y, por supuesto, razones estrictamente jurídicas. Un diputado en su tribuna, defendiendo un proyecto de ley, o un abogado, representando una causa, pueden –y de hecho así lo hacen- esgrimir argumentos de la más diversa índole; pues de lo que se trata a la hora de argumentar es de convencer a la audiencia (el parlamento, el tribunal, el jurado) y para ello son adecuadas todos aquellos argumentos que posean potencialidad de persuasión.
Como último punto me voy a referir a la relación entre la argumentación, la interpretación y los textos jurídicos.
La idea que defiendo es la siguiente: la argumentación jurídica siempre está referida a los textos jurídicos, fundamentalmente a los textos ordinamentales, a los dogmáticos (sistemáticos) y a los sistémicos; pero también a los textos que se producen en relación con los anteriores, como pueden ser los escritos de demandas ante los tribunales, o un informe pericial, o un dictamen de un bufete de abogados. El texto fundamental es el ordenamiento jurídico (ORD): sin ordenamiento no existe el derecho, sencillamente. Sin ordenamiento no puede haber construcción dogmática ni tampoco sistema jurídico. Sin ordenamiento los escritos de demanda no significan nada, y lo mismo sucede con los dictámenes o informes periciales. Todo lo que existe en un ámbito jurídico se genera a partir de la existencia de un ordenamiento jurídico. El sistema didáctico-expositivo o, en plural, los sistemas didáctico-expositivos (dada la pluralidad de autores) sólo tienen sentido en relación a la totalidad textual que es el ordenamiento, ya que su tarea consiste precisamente en comprender el sentido de este último, ordenarlo, sistematizarlo y conceptualizarlo, así como hacer propuestas lege ferenda y sententia ferenda. Puede existir el derecho sin dogmática jurídica, pero no sin ordenamiento jurídico (ORD).
Y así también sucede con el sistema jurídico propiamente dicho (o sistema jurídico sin más: SIS). De entre las propuestas doctrinales para construir las normas el sistema jurídico incorpora algunas de ellas y rechaza otras: se genera así la totalidad textual del sistema jurídico (SIS). Obviamente, el sistema jurídico sólo es posible sobre la base de la preexistencia del ordenamiento jurídico (ORD). Ambos, sistema y ordenamiento, conforman el eje hermenéutico básico para calificar y enjuiciar jurídicamente cualquier realidad o elemento que se dé en el ámbito (AMB).
Todos estos son conceptos que comprenden muy bien quienes están familiarizados con la teoría comunicacional del derecho y que aquí, por razones de espacio, no puedo explicar a fondo. Pero la idea básica es muy clara: se mire por donde se mire, todo razonamiento jurídico (en los procesos de decisión, en el tratamiento dogmático, en la teoría del derecho) mira a los textos jurídicos. Esa mirada puede ser más o menos directa o más o menos de soslayo, aun así es una mirada permanente. Incluso en la teoría del derecho quien no mira a los textos jurídicos elabora doctrinas sin sustento, enteramente gratuitas, faltas de solidez, mera palabrería.
En los procesos comunicacionales que se dan dentro de un ámbito (AMB), la interpretación de los textos (el texto constitucional, el legislativo, el reglamentario, el jurisprudencial, el negocial, etc.) se apoya en argumentos, y a su vez los argumentos esgrimidos se apoyan en la interpretación. La referencia constante del jurista son los textos jurídicos, en especial los textos ordinamentales (ORD) y los sistémicos (SIS). Entre interpretación y argumentación se produce una simbiosis inescindible, de modo que la primera se alimenta de la segunda y la segunda de la primera. O, si se quiere formular esto de otro modo, puede afirmarse que de la argumentación se va a la interpretación y de ésta a aquella en una especie de círculo hermenéutico; círculo cuyo centro está constituido por los textos.
El texto o los textos jurídicos de referencia (por ejemplo, los artículos de una ley; o los preceptos de varias “fuentes” que se complementan recíprocamente) constituyen el centro de dicho círculo, el cual, en el proceso interpretativo-argumentativo, se va transformando progresivamente en una espiral que penetra hermenéuticamente en el supuesto que se trata de resolver.
Qué es primero, si la argumentación o la interpretación, es una cuestión bizantina ante la cual podemos asegurar que en la comunicación jurídica van unidas: la argumentación es interpretativa y la interpretación es argumentativa. Interpretar en sentido estricto es buscar y hallar el sentido de un texto. Argumentar supone dar razones a medida que se camina en esa tarea de búsqueda y hallazgo. Si se quiere, la interpretación incorpora a su tarea la argumentación. Pero, por otro lado, cuando el jurista se propone construir su argumentación, por ejemplo en un juicio, es la interpretación de los textos de referencia la que se pone al servicio de la argumentación.
El abogado que se plantea la defensa de su cliente sabe cuál es la postura que de entrada le corresponde en el proceso. Esa postura de inicio la tiene que articular comunicacionalmente en un discurso, así como en la preparación dialéctica de las posibles objeciones que la parte contraria le puede plantear. Por tanto, su labor consiste en un principio en buscar razones (pruebas, argumentos) que avalen su argumentación; y esa búsqueda de razones no pude desligarla de los textos jurídicos aplicables, pues es consciente de que el tribunal así lo hará en su sentencia.
Una demanda o una querella son escritos (textos) que, con independencia de que estén al servicio de una de las partes en el proceso, se presentan como una sentencia judicial “en potencia”.
Estamos ante un fenómeno de transmisión comunicacional que consiste en que el abogado dice a los jueces qué deberían decidir para actuar dentro del derecho vigente, y este mensaje que subyace a la demanda o a la querella contiene in nuce todos los elementos exigibles a una sentencia: narración de los hechos, construcción de los mismos para adaptarlos a los textos jurídicos aplicables y en definitiva elección de estos últimos, para concluir en el acto hermenéutico aplicativo.
El escrito que es la demanda o la querella se presenta en el fondo como una “invitación” a los jueces para que éstos, convencidos por la argumentación presentada, decidan en la dirección que el abogado les sugiere.
Sabemos que la jurisprudencia de los tribunales es un pilar fundamental en todo ordenamiento jurídico (ORD) y asimismo en todo sistema jurídico (SIS). Lo que no siempre se subraya es el enorme trabajo anticipatorio que suponen los escritos presentados por los abogados. Piénsese sólo en que los jueces apenas disponen de tiempo para redactar sus sentencias, mucho menos para estudiar los asuntos en profundidad. Aunque habrá excepciones, en la generalidad de los casos los jueces se apoyan en los escritos de las partes procesales. Los abogados, cada uno adoptando el punto de vista de la parte procesal que representa, construyen el caso aportando pruebas de los hechos (lo que supone un aporte de interpretación y de argumentación sobre dichos hechos) así como de los textos jurídicos potencialmente aplicables, con su construcción asimismo interpretativo-argumentativa de su significado (construcción hermenéutico-analítica de la norma jurídica “del caso”).
Sobre esta base de los materiales suministrados por las partes, los jueces construyen la sentencia, en cuyo texto sobresalen, por una parte, la narración de los hechos, por otra, la selección de los preceptos aplicables y en suma la construcción hermenéutico-analítica de la norma aplicable al caso. En todo este proceso mental (si se trata de un solo juez) o dialogal (si se trata de varios jueces), la interpretación de los hechos narrados y la construcción de la norma jurídica del caso va íntimamente vinculada a las razones aducidas, esto es, a la argumentación.
En el texto de la sentencia se explicitan estos aspectos. Antes se decía: resultandos (sobre los hechos), considerandos (fundamentos de derecho: normas) y fallo. Ahora decimos prácticamente lo mismo pero con otras palabras: hechos probados, normas jurídicas aplicables (normas “del caso”) y fallo. El argumento interpretativo principal es la ratio decidendi. Los obiter dicta sirven para arropar a esta última y constituyen argumentos interpretativos que podrán ser invocados en sentencias posteriores, si así resulta adecuado. El conjunto de la sentencia presenta la argumentación interpretativa (o al revés: la interpretación argumentativa), argumentación e interpretación que son descomponibles en un conjunto de argumentos interpretativos (o de interpretaciones argumentativas) singulares. Y, naturalmente, en estos procesos del pensamiento y de la comunicación jurídica, nunca se pueden perder de vista los textos jurídicos de referencia (los ordinamentales y los sistémicos).
Por todo ello, y tomando prestada la expresión de una famosa película: “bailando con lobos”, me atrevo a decir: cuando el jurista actúa, construye, interpreta o argumenta, es que está “bailando con textos”.
Gregorio Robles é Catedrático de Filosofia do Direito na Universidad de las Islas Baleares e Professor de Direito na Universidad Pontificia de Salamanca.